viernes, 17 de octubre de 2008

La sentenciosa Magaly Medina


En el cementerio de las reputaciones malogradas ha habido ayer una fiesta a lo Michael Jackson y su danza esquelética.

Han bailado de gusto los policontusos de Magaly, los muertos del barrio de La Boca, las autopsiadas que Magaly grabó en plena fornicación, las cornudas de las esperas inútiles, los cornudos de la confianza plena, las mentirosas de los teléfonos ocupados, los cínicos del directorio que sesiona cada vez que la noche está propicia.

Pero también han brindado los dañados colateralmente, los niños que se enteraron por la tele, los adolescentes escarnecidos en el colegio después de que su madre saliera haciendo horas extras de calentamiento con un extraño, las chicas que se desmoronaron ante el escándalo.

Un pueblo entero de damnificados de Magaly Medina, un Pisco desplomado de honras fúnebres y vidas pisoteadas, hizo una fiesta ayer y brindó con cachina de Chincha, ese brebaje que sólo los muertos pueden beber sin consecuencias.

Ahora bien, esa infantería de difuntos ¿fue obra de Magaly? ¿O es que Magaly rasgó la cortina y mostró lo que es, que era contrario a lo que parecía? Y si fue de este modo, ¿dónde acaba el derecho invasivo de la prensa?

La pregunta más civilizada tendría que ser: ¿cuál es el límite para el papel fiscalizador del periodismo?

La respuesta de Magaly Medina siempre fue la misma: ninguno. Y por eso se sintió siempre más allá de cualquier obligación.

¿Pero es verdad que la prensa no tiene límites?

Claro que eso no es verdad. En países donde la ley se tiende a cumplir la disputa sobre esos límites es casi siempre judicial y las indemnizaciones impuestas a la prensa abusiva son disuasivas.

Y esos límites tienen que ver siempre con el carácter de posible utilidad pública que contenga (o no) la información difundida.

¿Era relevante saber que la señora Tal, que no aspiraba a ningún otro cargo público que no fuera el de ser ella misma pública, ejercía la prostitución? ¿Era decente inducirla al mercadeo haciendo pasar a un colaborador como cliente? ¿Y era coherente hablar sentenciosamente, tras las imágenes grabadas al margen de la ley, de moral pública cuando, por lo menos en esa ocasión, se habían violado todos los preceptos de la convivencia pacífica, la caridad secular y el sentido del honor?

No lo era. Pero era sádico, popular, caligulesco. Y eso vende. Y si vende es notorio. Y si es notorio tiene la razón de su lado. Esa es la lógica que sirvió de paraguas para el asesinato moral y social que las tropas de Magaly perpetraron cada vez que han podido. Porque nadie podrá negar que Ney Guerrero ha hecho muchas veces de simbólico Martin Rivas viendo qué barrios altos convenía atacar.

El acoso y derribo de personajes de la farándula es también una versión deforme y a veces monstruosa de “la investigación periodística”.

No sorprende que el éxito indiscutible de Magaly Medina se haya dado en un canal que pertenece –ilegalmente- a un mexicano de hábitos truculentos, que paga con lúcares, silencio informativo y banalización de la información el sucio favor que recibe de los sucesivos gobiernos peruanos que lo han utilizado.

Muchos están hablando de cortina de humo a raíz de la medida judicial tomada ayer. Pero lo cierto es que Magaly Medina ha sido ella misma la más eficaz cortina de humo de ese mexicano de cartel de Chihuahua que se apropió del Canal 9.

¿Era de interés público enterarnos que Luis Cáceres puede beber como un cosaco y ser grosero como cualquier borracho? No, no lo era. Pero era sádico. Y lo sádico vende. Y si vende, etcétera, etcétera.

La función de Magaly, en realidad, es la de vengadora. Para mucha gente ella cumple una tarea profiláctica despanzurrando las mentiras de la apariencia, poniendo en su lugar a quienes viven de la buena fe ajena, desenmascarando a los adúlteros y enterándonos, con la ayuda de los celulares anónimos, de que a Fulana de Tal el fellatio le parece pan comido y que a Perencejo, que parecía tan caballero, le gustan las amigas de todos de alquiler.

Y como muchas mujeres tienen, en potencia, a un tramposo durmiendo en la misma cama, y como un montón de caballeros dudan del monopolio que deberían ejercer por contrato respecto de los ductos centrales de sus mujeres, pues entonces Magaly Medina es la que interpreta esa desconfianza, la que lincha por ellos, la que ampaya en nombre de la lucha contra la hipocresía.

La verdad es que en ese escrutinio dirigido a comprobar si hay alguna brecha entre lo que se dice y lo que se hace, muy pocos saldrían absueltos por unanimidad. Si esa humana hendidura no existiera, el lenguaje no habría inventado la palabra intimidad. Y el respeto por ese ámbito misterioso debería ser tan principista como el reclamo por la libertad de expresión.

Lo tragicómico es que la mayoría de los periodistas tienen un concepto ingenuo sobre la libertad de expresión y confunden opinión con información.

La libertad de expresión, como concepto liberal y antídoto en contra del totalitarismo, es, sobre todo, libertad de opinión. Y hasta la opinión tiene que estar sujeta a la ley. El derecho a difundir información tiene las restricciones que la ley plantea y las que la ética de cada medio añade. Creer que el carné de periodista es licencia para matar empieza a ser una deformación gremial que lumpeniza el oficio y permite a ciertos periodistas descartar la necesidad de informarse bien y enmugrar a quien convenga en medio de la impunidad más absoluta.

Magaly Medina debería salir libre esta noche. La jueza que pretendió castigarla la ha convertido en heroína, en la María Parado de Bellido del ampay. En todo caso, la mejor sanción para Magaly sería obligarla a que sus sicarios de la cámara la persiguieran durante una semana, de día y de noche, de noche y de día y de tarde y de siesta, a ver si el personaje público construido durante once años se parece a la mujer que esa privacidad violentada terminaría por revelarnos. Es decir, ¿Magaly Medina saldría ilesa si fuera acosada por Magaly Medina?

Qué interesante programa sería ese.

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